Por Bonaparte Gautreaux Piñeyro
Llegué temprano. Esperaba que abrieran la tienda de Sears de Bello Monte, en Caracas. Año 1963. Gestionaría el cambio de un juego de dormitorio porque a mi Miriam le olían mal los muebles, pese a su buena calidad. Cosas de embarazadas.
El hombre frente a la tienda me miraba atravesado hasta me acerqué, e identificándome como Cónsul de la República Dominicana, iniciamos un diálogo intrascendente que se extendió hasta que abrieron el negocio.
Venezuela eran los tiempos en que las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional actuaban con una audacia increíble, al punto de que mantenían la Patria de Bolívar en estado de guerra.
2001, aeropuerto nacional Washington. 5:00 de la madrugada. Al llevar a la terminal, encuentro varios militares vestidos de zafarrancho de combate. Era setiembre, el mes del derribo de las torres gemelas del Centro de Comercio Mundial, en Nueva York. Estados Unidos vivía un estado de guerra ante un enemigo invisible cuya presencia se notaba en la pesada atmósfera del ambiente.
La semana pasada escribí un artículo donde sostuve que la Nación está sometida a un estado de sitio y lo justificaba así: «El país está sometido a un Estado de sitio declarado, sin publicidad, por la delincuencia incontrolada e incontrolable que asedia a la sociedad dominicana en cualquier lugar, en cualquier circunstancia, con toda impunidad y con una débil e ineficiente respuesta del Estado».
Basta con pasar revista a los acontecimientos diarios publicados, que otros no llegan a los medios de comunicación, para darse cuenta de que, como dice el grupo venezolano Los Guaraguaos, “estamos prisioneros, carcelero, yo de estos torpes barrotes, tú del miedo”.
A sólo una semana de distancia el país ha sido ocupado por fuerzas militares y policiales como una medida disuasoria ante la audacia y la persistencia de criminales que surgen en cualquier lugar, a cualquier hora y actúan con una ferocidad e intrepidez digna de mejores causas.
Es obvio que no estamos haciendo el trabajo. Es obvio que el país no merece vivir en un estado de desasosiego que se nota en cualquier lugar donde hay militares vestidos con arreos que indican que están preparados para el combate. Pero:
- ¿combatir contra quiénes; contra un enemigo invisible cuya forma elusiva no permite asirlo?
- ¿Cuál es la mejor forma de combatir la delincuencia?
- ¿Matando a quienes delinquen?
Teorizar al respecto es fácil y mucho más fácil es llenar páginas y volúmenes con propuestas y soluciones que, las más de las veces, sólo son viables en el papel.
La sociedad dominicana de hoy debe recordar que la unión hace la fuerza y que sólo si aunamos voluntades en la búsqueda de soluciones conjuntas, lograremos disminuir el crimen y acercarnos a la paz y a la seguridad.
Manos a la obra.